Soy dado a los libros; soy, en definitiva, alguien que siente aprecio por lo humano. Los compro de dos en dos, pues siempre consideré los tríos algo pretenciosos, puede que incluso me demandaran más compromiso del que yo estaba dispuesto a ofrecer en ese momento. Las hojas se leen a favor del tiempo, no contra este. Pero entiendo las críticas: que literatura y ahorro del gasto no son supuestos parejos, que cuando uno invierte en tinta no ha de mirar por el presupuesto. Mire, yo no soy letrado ni siento cátedra en universidades, y aunque asumo lo que diré con orgullo analfabeto, mi bolsillo encuentra su fondo cuando el siguiente gasto mira hacia el almuerzo.
Pues eso: hace unos cuantos días traje un par, y tenía que buscarles hueco. Mal empezamos. Mi habitación, sacrosanto para noches en vela y miradas indeseadas, apenas cuenta con soportes a los que llamar estanterías. Tablones prefabricados de sólida madera blanquecina, repisas con más gracia vacías que llenas. Cualquier cosa menos estanterías. A falta de un espacio definido, amontono los libros como pilas de deshechos, dispersos en un mimado desorden que camufla su anárquica estadía. No oculto el descontento que siento por mi desatinado Feng Shui, pero tampoco niego mi soberbia por la práctica solución para ahorrar espacio.
Los primeros montones comparten privilegio con una paradoja, una colección videojueguística perfectamente encasillada y meticulosamente cuidada. Es imposible negar los favoritismos: yo aprendí a leer con Pokemon, no con Kika Superbruja. Reviso uno a uno ejemplares de editoriales antediluvianas. Algunas ediciones ya ni siquiera se imprimen. Me gustaría decir que soy un ávido coleccionista, pero demasiados papiros están ahí por ser mucho más baratos que sus ejemplares actualizados ¿Podrán las nuevas generaciones lectoras reposar con sus abuelos amarillentos? Tan solo preciso un hueco armónico, uno que no produzca desentone con los títulos bajo los que se encuadre…
Primera sección: cuentos fantásticos. Con K. Dick y Ellison a la cabeza, apenas me paro a meditar. Paso de sufrir una crisis vital cada vez que coja una de mis nuevas adquisiciones. Filosofía y poesía. Mis ojos brillan con especial incandescencia. Hay rastros de El lobo estepario en el rincón más cercano al techo. Literatura elevada para un lector sobrevalorado, movido por una admiración más propia de un hippie idealista que por un entendido de la filosofía hessiana. De ahí que en contraposición a la cumbre reposen vida y obra de escritores atormentados: Bukowski, Hemingway, Nietzsche. Creo que jamás habrá paz para vosotros, muchachos. Ni para los recién llegados.
Giro la vista. Cercano a mi escritorio reposa un montón aún más vergonzoso, de libros pendientes de leer o rehusados a terminarse; agendas con poemarios o cuadernos de pensamientos extendidos. Son el Burj Khalifa de mi habitación. Cuánto coraje les daría a muchos morir sin haber devorado completamente su última lectura. A mí me mueve el deseo de abandonar este mundo sabiendo que aún quedaba algo por escudriñar en páginas, aunque fuera un test de compatibilidad a medio hacer en la Superpop. A su lado también hay discos varios, vetustos y de Morla. Un par de ellos de bandas alemanas punk, lo más underground de estas cuatro paredes. Habrase visto, incluso guardo un DVD de Malditos Bastardos. No me extraña que dejase aquí apartada una copia de La sociedad del espectáculo, monumento a mi desatinado consumo.
Miro al techo, y después el brazo. Me duele: he pasado los últimos minutos deambulando con los escritos a través de diez metros cuadrados. Y ahí siguen, ahogados en la bolsa más tiempo del que me atreveré a admitir. Hasta el recibo de compra ya ha comenzado a desteñirse. Rescato uno de los especímenes del fondo de plástico. Lo acaricio, y leo la contraportada. No puedo evitar repetírmelo: «Joder, este libro es bueno, debería empezarlo». Y, sin embargo, miro instintivamente al rincón de los manuscritos olvidados. Vencido por mi decoración de interiores, sé que volverán al punto de retorno, incapaces de encontrarles hueco. Doy gracias: al menos tengo un gigantesco escritorio donde dejarlos. Ya les encontraré espacio.
Dos días han pasado desde entonces, y ahí siguen, desbaratados junto al flexo. Al menos les he liberado de la bolsa, ya saben, para que respiren ¿Los leeré? Quizá. Ahora toca almuerzo.