Mi ventana ya no es novedad. Nunca lo ha sido, a decir verdad. Para que alguna vez lo fuera, debería estar admirando un asesinato en el balcón contiguo. Pero mis vecinos apenas se limitan a salir para aplaudir cada día a las ocho menos dos minutos, como relojes suizos que cohabitan en una de las barriadas más populares de Córdoba. Supongo que no comparten mi desesperación por lo imprevisto o, al menos, no son tan exhibicionistas.
Cristal con atenuación del ruido, un cultismo rimbombante que te hace docto si lo dices e idiota si lo escuchas. Quienes me instruyeron en el milenario arte del vidrio eran un Pepe Gotera sin su Otilio que pringaron mi habitación de restos de obra, dejando tras de sí una peste a sudor que solo disimulaban con su hedor a tabaco. En su momento me congratulé de no haber sido yo quien hubiera de extenderles el cheque. Maldita la hora en la que abrí mi bocaza: más pronto que tarde descubrí que mi penitencia era peor que pagar a aquellos aprendices de Santiago Calatrava. Encima de mi escritorio, un enfant terrible para la intimidad se abalanzaba sobre mis textos, mis gestos y hasta mi cuerpo serrano. Ante mí se alzaban dos gigantescas cristaleras, transparentes como el personaje de la penúltima novela de Nabokov, rematadas en un marco metálico, amarronado para dar sensación a madera. Si la creación ya de por sí era aberrante, peor fue la impresión de verme reflejado en el cristal cuando las persianas estuvieron bajadas y solo el flexo alumbró el dormitorio.
—Una lástima Se lamentó una visita al contemplar la marca de mi vergüenza—, si no fuera por los edificios, la vista sería magnífica.
—¡Qué cojones me importa no ver los árboles! —Rumiaba en un silencio inquieto— ¡Lo que me preocupa es la facilidad que tendría un francotirador para acertarme!
Imagínese: desde hace años soy el protagonista de las historias de aquellos vecinos que, demasiado apáticos como para hacer otra cosa, pero no lo suficientemente hastiados como para lanzarse al vacío, miran por la ventana de su tercer piso para reparar en mí. Yo solo puedo defenderme tratando de ser el mejor personaje en sus novelas neuronales, consolándome con saber que en cualquier momento puedo ganarles jugando a sostener la mirada hasta el hartazgo. A fin de cuentas, les llevo ventaja en eso de sentir la incomodidad. Además, según lo que mi idiotez entendió con respecto a aquello de las ventajas de la atenuación, creo que puedo cagarme sin miedo y a grito pelado en todos los que decidan sobrepasarse con sus escrutinios.
Pensé que durante esta clausura podría hallar algo de poesía en el hecho de ofrecerme en la ventana puro como una virgen sacrificada por una secta. Reverenda estupidez. Vi todo lo que hube de observar la primera tarde de inspiración, y solo por hastío no cuento los ladrillos. Ojalá no haber sido yo el desgraciado protagonista de este show de Truman, y encontrarme entre el elenco de aquellos sujetos sin nombre ni pasado que me miran curiosos, distraídos, inquisitivos; tristes. Por ello, y para tratar de equilibrar el funesto paisaje, tengo paralela a la cristalera un tablero de corcho colmado de historias. Una ventana que tampoco resulta novedosa, pero al menos sirve para rescatar las memorias vividas. Mi colectivo nostalgia particular, repleto de pósteres de series recién estrenadas, entradas a museos rusos, fotografías de enamorado, mapas de tierras africanas y una bufanda de los octavos de final de Eurocopa entre el Madrid-Roma, disputado en 2016. Meros ornamentos si reparamos en la esquina donde reside un dibujo doblado, agujereado; mojado y secado; vuelto a mojar y secado de nuevo. Un trocito de mi alma amarrada con dos chinchetas.
Carajo, me vuelve a acosar el pasado. Suele ocurrir cuando mi ventana es la puerta a un estercolero de irreverencia, que he de quedarme con el recuerdo aunque duela. La pintura es una acuarela de un lobo aullando, en tonos grises y con detalles en negro. No es un buen dibujo técnico. Tampoco como obra a admirar: resulta demasiado inquieta. «Cuántas veces te habré recogido del suelo, estúpido papel», le espeto sin decir palabra. Vivo con gente en casa y no quiero que me tachen de loco. Su respuesta se adivina en un leve arqueo de la hoja. «Eres tan terco como la artista que te pintó».
Si ella hubiera estado en la ventana contigua a la mía, habría sonreído al verme por primera vez. Es algo que echo de menos en aquellos que me observan desde sus balcones, siempre sintiéndose culpables por el crimen que perpetran. Mucho Resistiré, demasiados «plas, plas»; pocas caras alegres. A mi recuerdo no le hubiera importado que su sonrisa enigmática y su mirada penetrante analizando desde la distancia los quehaceres de un desconocido fuera justificante para que la incluyeran en el argot del voyerismo. Aquella actitud no era practicada por inocencia, en todo caso porque nunca le gustaba dejarte indiferente. Y es esa indiferencia por no saber de ella lo que me mata. Han pasado más o menos dos años desde la última vez que la vi, y dios sabe lo mucho que he pensado en volverle a hablar. Es fácil: solo debo buscar su número entre mis contactos. Ya no digo llamarla, como mucho escribirle. Poner en práctica lo que todo el mundo ha tomado como rutina para mantener el contacto en estos días. Tanto deseo caer en la tentación que hasta me vi obligado a distraerme con las cristaleras para tratar de calmarme. Pero los jodidos vidrios solo deprimen más, porque invitan al corcho, a ese tempestuoso dibujo; aquel fatídico recuerdo. Todo para acabar contemplando con nostalgia el boceto de la acuarela tatuada en mi brazo izquierdo. Si algo he aprendido de este encierro es que tienes demasiado tiempo para pensar: hasta la locura.
«No pidas volver a verme, porque temo que, si vuelves, esta vez ya no quiera perderte». Esas fueron tus palabras de despedida. Hice una promesa, y la estoy cumpliendo. Pero ahora, amiga mía, entre estas cuatro paredes en las que me encuentro, con un cristal que da a un muro de ladrillos y balcones, de caras tristes y pensativas, se me está haciendo muy difícil no verte.
Por eso tú, industria del vidrio, maldita sea la generación fenicia que te trajo a España. Yo, Adrián Romero, ahitado por tu inutilidad para calmar la pena de mis recuerdos, te declaro la guerra.