Córdoba, 5 de noviembre. A orillas del Guadalquivir, medio minuto hace a la conversación más silenciosa que hubo de contemplar el semáforo de la portada ferial.
Una mano enguantada se alza. Le devuelvo con forzada sonrisa un saludo militar. Se acerca hasta mi ventanilla, y miro instintivamente la mascarilla reposando en el asiento del copiloto. Sin apartarle la mirada, me froto los brazos. Débil asentimiento. Se encoge de hombros y a continuación alza su pulgar mientras ladea su cráneo a un lado. Agito la palma izquierda a media altura de mi cuerpo, y de nuevo menea la cabeza. Acerca su puño contra el cristal y lo entrechoco con el mío.
Luz verde y arrancamos en primera. La segunda se me atranca y la tercera ya no me salva de pasar la siguiente roja. Aquel hombre era Christopher. Llevaba nueve meses sin verle desde el confinamiento.
¿Sabéis qué fue lo que le dije la primera vez que hablé con él? «Gracias por sacarme una sonrisa». Gracias por hacerme feliz cada día. Así pago la deuda nueve meses más tarde. Así recibo a quién me temí lo peor cuando en su momento no pudo responder a mis mensajes de duda y ánimo mientras me hallaba enclaustrado. Sin abrazos, sin palabras. A la mierda la justificación vírica que supuestamente me impidió a hacerlo. Con esta sensación de vacío llego a la universidad, saludo efusivamente con un «¡buenos días!» y me río de los quehaceres, de las tonterías y las cosas de jóvenes porque tampoco está la cosa como para estar todo el tiempo triste.
Llevo la última tarde dándole vueltas a ese algo terrible que acabo de hacer y que me está costando tanto expresarlo. A esa prisa por decir siempre cómo ser y qué hacer, la constante opinión envenenada con la que llevo aleccionando semana tras semana ¿Para qué sirve el columnismo, para reprender al lector o dar ejemplo con uno mismo? Por esta vez, y por lo que a mí respecta, debo parar. No quiero escribir más.