Pongamos que no soy dado a las redes sociales. Pongamos, ya que estamos, que tampoco se me dan demasiado bien. Soy apenas una foto retrato de un perfil minúsculo de Instagram, tomada a destiempo y sin que yo advirtiera el flash. Una colección de amistades en Facebook cuyos lazos me unen tanto como los teléfonos de las páginas amarillas. Retuiteos tipo zoon politikon de chichinabo y tuits que ríase de los usuarios filósofos del Twitter precámbrico. Y ahora con cuenta en TikTok. Si es que yo mismo me busco los palos.
—Mira que meterte a tu edad en camisa de once varas digitales cuando deberías limitarte a tu portal de LinkedIn— musita una voz cósmica a lo Inside Out que me produce migrañas. Le concedo toda la razón, estimado sentido común, si bien debo comentarle que esta decisión es la culminación de un coraje acumulado desde el confinamiento y que ahora sale en desbandada ante la posibilidad de revivir un déjà vu. No vuelvo a encerrarme con candado sin antes versarme en medios de expresión posmodernos. He dicho. Así que hace unos días decidí por cuenta y riesgo rendirme a los encantos de Pekín y hacerme un TikTok, que no tiktoker, pues aún no he pasado siquiera de la pantalla de inicio por causa de fuerza mayor. Las jergas que algunos se gastan en los vídeos de la plataforma las siento como si me estuviera hablando un samoyedo encriptado en código binario. Por si eso fuera poco, es la primera red social eminentemente visual y yo, al igual que el bueno de Groucho Marx, que cada vez que alguien encendía la televisión se iba a leer un libro, soy poco ducho manejando el bombardeo inmisericorde de fotogramas. Mas eso no me ha impedido tirarme ratos muertos maravillándome con la capacidad inventiva de los usuarios, sintiendo misma fascinación que José Arcadio Buendía en Cien años de soledad cuando descubrió el hielo. El nivel puede ir desde un perro haciendo triple salto con doble tirabuzón para coger un aro suspendido sobre un árbol de siete metros hasta atados de cordones espectaculares que, mira, si yo apenas soy capaz de freír un huevo sin quemarlo, te crees tú que voy a ponerme a hacer nudos marineros en mis Adidas. De ahí es nada: bailes virales, referencias pop mediante lip sync o comedia memética son el culmen de una red social que amasa cientos de millones de usuarios.
Mi generación —digamos 96-99— creció entre algodones de conexiones y navegación web con respecto a sus padres, pero también estuvo parcialmente sumida en la transición de lo analógico hacia lo digital. Aún recuerdo a toda mi familia reunida en torno al ordenador viendo estupefacta su primer vídeo en YouTube (Shakira-La tortura) al igual que antes hicieron mis abuelos con sus hijos durante el lavado debutante de su primera lavadora. Sin ir más lejos, hasta hace menos de una semana mi casa no contaba con acceso a fibra óptica, por lo que mi apego aún reside con el 3G y anteriores que con el recién nacido 5G y sus jóvenes coetáneos. Cuando de tecnología se trata, me siento un colonizador del Nuevo Mundo criado en el viejo que ve cómo los descendientes auténticamente nativos del espacio digital dan sus primeros pasos hacia un vacío infinito de oportunidades creativas. Ellos ya no verán lo que yo presencié: televisores de tubo con una estática que daba calambre, cámaras digitales de treinta megapíxeles o los juegos de navegador hechos en Adobe Flash. Pero tampoco los zumbidos de Messenger, los terribles —y forzadamente olvidados por vergüenza nacional— gestos de morritos/posiciones a lo chulo playa con nuestros amigos Tuenti o la invasión de imágenes con filtro «Valencia» en los albores de Instagram.
Los medios me encasillan como nativo digital, pero cada día que pasa me siento más próximo al anciano de la tribu. Con TikTok he hallado la horma de mi zapato de mis mayores miedos: la presencia de una brecha que, como tarde en cerrar, me va a parecer insalvable. Hasta cierto punto estoy aliviado, pues todavía entiendo el funcionamiento de la plataforma, aunque me siento incapaz de crear contenido. El Internet 2.0. muere en mí cuando enciendo la aplicación y lo único a lo que aspiro es a su consumo como si fuera un mono de feria. Esa es la brecha de la que hablamos, la de entender el texto pero no el contexto, la incapacitación a la hora de participar plenamente en el nuevo marco digital. Y no digo que esta angustia que me atosiga sea la norma: ahí tenemos al torero Enrique Ponce que, probablemente coaccionado por mi camarada de generación, Ana Soria, se ha vuelto tiktoker ocasional a sus casi cincuenta años. Algunos conservan un buen aparato locomotor para saltar el abrupto abismo digital. U otras dotaciones, supongo.
Los nativos precursores no podemos vanagloriarnos por resultar pioneros en el uso íntegro de lo digital: necesitamos constante readaptación y capacidad autocrítica para asumir una nueva era tecnológica en la que debemos seguir aportando antes de que nos marchitemos en un mundo cada vez más frenético. Adolescentes apenas cinco años más jóvenes que nosotros nos llevan una ventaja descomunal, y de los más pequeños ya ni hablemos. A los ocho años un niño ya sabe los mejores atajos de teclas en su portátil para construir parapetos en Fortnite; yo a su misma edad apenas acertaba a rellenar con la opción «bote de pintura» mis dibujitos en Paint. En mi caso, TikTok es la última frontera antes de chocarme con un muro digital imposible de atravesar. No os excluyáis los dominadores de su código Matrix: otros baches llegarán. Aún miramos divertidos a nuestros padres cuando contemplan extrañados la pantalla de su móvil con conexión 4G; mañana serán los que nos preceden quienes nos compadecerán.