Javier Reverte y yo fuimos grandes amigos. Compartió sus sueños conmigo, aquellos que le llevaron al más exótico y peculiar rincón del mundo: África. Se dice que su madre solía contarle historias para no dormir, a aquel niño de corazón aventurero cuyo ídolo fue Tarzán y que tanto ansiaba agarrar una liana y volar por el mundo.
Sus novelas nos invitaban a viajar por el globo y en el tiempo, a conocer el pasado y presente de las tierras a través de sus habitantes, colonizadores, y todo hecho relevante de la historia de la creación de lo que hoy sabemos como nuestro planeta.
África es un continente que nunca te deja indiferente: o lo amas o lo temes... incluso ambas cosas a la vez. Sin lugar a duda, este trozo de mundo consiguió conquistar el corazón de Reverte, así como él consiguió conquistar el mío y transformarme en ciudadana del mundo desde el sofá de mi casa.
Lo bello de sus aventuras está en su forma de vivirlas: Reverte se convierte en un oriundo más, entablando relaciones con la población, deleitándose con sus guisos típicos y hospedándose en los lugares menos emblemáticos de la ciudad.
He viajado a lugares a los que jamás pensé que llegaría, he conocido a personas sin verlas, he entendido cómo se mueve el mundo y he reflexionado y aprendido cómo debo moverme yo por él.
Nunca me han disgustado nuestras despedidas, porque sabía que regresaría con el souvenir más especial: una nueva novela. Hoy vuelvo a decirle adiós, vuelve a viajar, pero esta vez mi preciado regalo se hará esperar...