Hay historias que por más que te las cuenten una y otra vez nunca te van a dejar de emocionar, y menos si son de personas a las que quieres y ves cómo viven la vida cada día y la disfrutan. Y es lo que me pasa a mí con José Fernández-Trueba, Pepe para los amigos, a quién entrevisto por vía telefónica debido a las circunstancias en las que nos encontramos y se encuentra él, puesto que se está recuperando de una nueva operación.
Pepe es enfermo de Crohn. El Crohn es un síndrome, ya que no tiene un origen definitivo. Básicamente es un problema del sistema inmunológico del individuo. “Todos tenemos en nuestro intestino las paredes recubiertas de bacterias que cumplen una doble función: por un lado, nos protegen de los ácidos que intervienen en la digestión filtrando los nutrientes y, por otro lado, en caso de que detecten cualquier riesgo lo atacan. Pues bien, en los enfermos de Crohn, el sistema inmunológico hace que estas bacterias enloquezcan y se ataquen entre ellas pensando que no hay riesgos para la salud. El resultado es que nos quedamos sin protección intestinal y al pasar los ácidos nos ulcera porque nos quema”
En el año 1999, con 26 años, Pepe empezó con un dolor intestinal y hemorragias, hasta ese momento había sido una persona sana. Fue al médico, le hicieron pruebas y en un primer momento le diagnosticaron una colitis ulcerosa, por lo que le pusieron un tratamiento y se fue a casa. Al cabo de quince días, un domingo a las seis de la mañana despertó a sus padres y les dijo que ya no podía más con el dolor que sentía “ellos al principio no eran partidarios porque normalmente estas cosas no se quieren ver, por miedo o por los motivos que sea. En ese momento yo ya había perdido entre doce y quince kilos aproximadamente”, me cuenta.
Al llegar al hospital lo ingresaron y el médico de guardia comenzó a administrarle alimentación inter parental. El mismo lunes cuando llegó el medico digestivo dictaminó que lo que necesitaba Pepe era sangre ya que tenía una anemia bastante severa por ello, le hicieron una transfusión. Sin embargo, esto no dio buen resultado, puesto que la noche del lunes al martes tuvo una rectorragia perdiendo no solo las bolsas de sangre que le habían puesto, sino bastante más. Por lo que el médico de guardia le puso un anticoagulante para poder parar la hemorragia.
“El día anterior una de las enfermeras había reconocido a mi madre del barrio y de la parroquia (mi primer ángel). Ella, al entrar en el turno de la mañana el martes y tras ver el informe de la noche, subió a la planta de cirugía, sin esperar al médico de digestivo, y entró en la sala de cirujanos diciendo: “se muere, se muere, el paciente de las 212 se muere”. En este momento, me cuenta Pepe, se vio rodeado en la habitación por seis señores vestidos de verde, todo muy serios que comenzaron a decirle “José Manuel, no sabemos de dónde ha salido ni sabemos a ciencia cierta qué tienes, pero así no puedes estar. Si no te operamos te puedes morir, si te operamos posiblemente también, pero hay más posibilidades de que no, así que tú decides”.
Fue operado de urgencias y tras ello lo siguiente que recuerda es despertase en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos). Allí se enteró de que le habían tenido que quitar el intestino grueso y 10 centímetros del delgado, y que además le habían puesto una compañera para toda la vida, una bolsa de ileostomía. Es ahí donde aparece el segundo ángel, como el los denomina, una enfermera que, tras moverse al despertar, le contó todo lo que le habían hecho y, viendo que sus fuerzas flaqueaban por lo que se le había venido encima, le dijo que “si quería llorar que llorase, pero que lo hiciese en ese momento, que no me veía nadie pero que ya estaba. Que pensase en los que estaban fuera que los estaban pasando mal por mí y que si me veían así se iban a poner peor”. Después lo han operado tres veces más, en 2005 donde le extirparon treinta centímetros, en 2012 donde le extirparon cuarenta y cinco centímetros, y ahora hace unos días que le han vuelto a operar y le han extirparon cincuenta centímetros.
“Mi enfermedad la vivo con fe y alegría. Llegué a la determinación de que no ganaba nada si lloraba, tan solo estar triste y deprimir a todo el que se acercase. Las tripas no me la iban a devolver. Estaba vivo que era lo importante y tenía que acostumbrarme a vivir con la bolsa. Aprendí que me tengo que preocupar por lo que está de mi mano. De lo que no está de mi mano no merece la pena preocuparse. No es que no lo tenga en cuenta, uno se tiene que preparar para lo que te pueda venir. Trabajar para que lo que venga te haga a ti y a los tuyo les haga el menor daño posible. Pero si va a venir y no puedes hacer nada por evitarlo no me va a restar alegría ni ganas de disfrutar cada momento”.
Su vida desde ese momento la asemeja con la poesía de “era un hombre a una nariz pegada”, pero en este caso “era un hombre a una bolsa pegada”. Sin dejar de ser igual a cualquier otra persona. Ya que me cuenta que tiene una familia extraordinaria, un trabajo que le gusta y en el que se siente valorado. “No puedo pedir más. Que debo tener cuidado con algunas cosas… sí, pero no pasa nada. Lo que no pueda hacer o lo que no pueda comer no lo hago y no lo como pero no hago un drama. Disfruto de cada momento, quizás más que algunos que sin tener una bolsa no saben disfrutar de lo que tienen”.