En 1997, el aclamado politólogo Zbigniew Brzezinski describía a Turquía en su libro El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos de la siguiente manera: «[Turquía] no solo es un jugador geoestratégico importante sino también un pivote geopolítico, y su propia situación interna tiene una importancia crucial para el destino de la región [Oriente Próximo]». Hoy, veintitrés años más tarde, Turquía ha pasado de actuar como figurante en el tablero de Oriente Próximo y el Cáucaso a confeccionar un ajedrez donde por primera vez desde la caída otomana desea dispensar las piezas del juego.
El fallido intento de golpe de estado contra el gobierno turco en 2016 sirvió a Erdogan como justificante para romper con todas las perspectivas sobre política exterior aplicadas por sus antecesores, repudiando ser «cola de león» en Europa y asumiendo con alborozo su posición como «cabeza de ratón» en la geopolítica de Oriente Próximo. Hace apenas unos días atendíamos a la noticia del recrudecimiento de las tensiones entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno Karabaj, zona hostil que ya puede denominarse como de frente abierto y donde Turquía está jugando un papel fundamental.
La ofensiva actual, cuyo preludio trajo de cabeza a los actores internacionales para la pacificación de la región en los años noventa, no es tanto una tentativa unilateral del gobierno de Bakú por recuperar el territorio escindido como un plan apoyado desde Ankara contra Ereván. La crudeza de los enfrentamientos, cuyas bajas en menos de una semana de enfrentamientos ya se cuentan por decenas, reflejan con claridad la deriva militarista adoptada por Turquía en los últimos años. Una posición que pone contra las cuerdas el equilibrio de la inestable región.
Origen del conflicto
El casus belli sobre Nagorno Karabaj nace con la remodelación de las fronteras armenias y azeríes durante su período como repúblicas soviéticas. La región, de población mayoritariamente armenia, fue transferida, y de hecho continúa de iure bajo su soberanía, a Azerbaiyán como sanción a Armenia por los levantamientos antisoviéticos encabezados por el país en 1921. Sin embargo, la cesión no vino precedida de un mayor peso de los azeríes autóctonos en la administración del territorio, siendo en su defecto encomendada a los armenios nativos. Esta diferencia entre control de administración y territorio sería en parte catalizador de disputas posteriores. En todo caso, dicha premisa solo nos sitúa en el contexto estatutario de la zona, que no sobre el desencadenante armado del conflicto.
Durante los últimos estertores de la URSS, los recientemente estados independientes del Cáucaso buscaron, dadas sus históricas y conflictivas aspiraciones nacionalistas, acceder a una remodelación de las fronteras. Nagorno Karabaj figuraba como uno de los principales territorios en disputa. Un plebiscito celebrado en 1991 dio como resultado su escisión de Azerbaiyán y la pretensión de anexarse a Armenia. El referéndum, considerado improcedente desde Bakú de acuerdo con la normativa del derecho internacional, abocaría a la proclamación de independencia unilateral de Nagorno Karabaj en la no reconocida República de Artsaj, territorio autónomo adscrito extraoficialmente a Armenia.
El conflicto por el liderazgo de la región terminó por desatarse a principios de los noventa con dos bandos claramente definidos: Azerbaiyán, de mayoría musulmana, sería apoyada parcialmente por Turquía; Armenia, mayoritariamente cristiana ortodoxa, obtendría ayuda logística de manos de la Federación Rusa.
El alto el fuego, acordado en 1994 tras años de enfrentamientos y miles de bajas en las filas de ambos contendientes, otorgaba un resultado nada satisfactorio a Azerbaiyán, viendo reducido su territorio un quince por ciento del tamaño original, incluyendo la pérdida de facto de Nagorno Karabaj al establecerse como zona desmilitarizada.
Situación actual del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno Karabaj y principales movimientos secesionistas en Cáucaso y norte de Oriente Próximo. Interactivo: Adrián Romero Jurado.
Desde entonces, han sido múltiples las escaramuzas entre azeríes y armenios en la región, donde el revanchismo de Azerbaiyán puede contemplarse en la adopción de una retórica victimista y de resarcimiento de la humillación. Previo al actual enfrentamiento, se sucedieron choques armados entre los ejércitos de ambos países tanto en 2014 como 2016, siendo este último año especialmente indicativo de lo estancadas que se encontraban las conversaciones de paz desde los Principios de Madrid de 2007. Sin embargo, la ausencia de un frente bélico claramente abierto en eventos pasados solo podía explicarse por el constante ojo avizor con el que Rusia vigilaba la región del Cáucaso y el recelo de Turquía para apoyar militar y políticamente a Azerbaiyán. Justamente, ha sido la alteración de esta última variable lo que finalmente ha terminado por desequilibrar la balanza.
Turquía como contrapeso geopolítico en el enfrentamiento
Desde su llegada al poder en 2014 y tras el golpe de Estado de 2016 —supuestamente orquestado—, el presidente Recep Tayyip Erdoğan ha ambicionado el renacer de Turquía como estandarte del mundo musulmán, emulando así los lazos históricos que vinculan al país con la región de Oriente Próximo desde tiempos otomanos. Los años de fútiles negociaciones del gobierno de Ankara para su acceso como miembro de la Unión Europea, así como el referéndum constitucional celebrado en 2017 que excluía definitivamente a Turquía de la posibilidad de ingreso en la organización, dejaba claro para Erdogan lo complicado que sería asistir al renacimiento turco si las políticas debían acomodarse a las exigencias de Bruselas. Esta nueva actitud nacionalista, como ya anunciaba allá por 2016 en un artículo de El Confidencial el periodista y corresponsal en Turquía Daniel Iriarte: «ya no es solo una molestia [incluso] para sus aliados, sino un serio problema que, con la actual política de avestruz, no dejará de crecer».
En una rueda presidencial celebrada el pasado 27 de julio de este mismo año, el presidente Erdogan declaró: «Ahora hay una Turquía en cada campo consciente de su poder. No tenemos ojos en la tierra y en la riqueza de nadie. Nuestro único deseo es proteger nuestros propios derechos, nuestra ley y nuestros interese». De igual modo, las recientes noticias internacionales sobre Turquía confirman un deseo cada vez mayor de protagonismo en el escenario regional, participando en el último año en una serie de maniobras geopolíticas cuyo ejercicio podría calificarse como «claramente militarista». Desde ataques a grupos kurdos en Siria a finales del año pasado, lo que condujo a un choque de tensiones con Estados Unidos, hasta las recientes disputas marítimas con Grecia, Turquía ha demostrado una persistente tenacidad a la hora de integrarse como potencial jugador geoestratégico, aplicando en su cometido un hostil viraje político que amenaza con fragmentar el siempre volátil statu quo existente tanto de las regiones del Cáucaso como de Oriente Próximo.
Este deseo de protagonismo, y lo que ello ha incidido en el recrudecimiento del conflicto en Nagorno Karabaj, resulta incómodo para todas las potencias interesadas en la región, tanto por los aliados «tácticos» de Turquía —Estados Unidos y OTAN—, como para la propia Rusia.
El gobierno de Moscú, que ha liderado infructuosamente las conversaciones de paz en el conflicto de Nagorno Karabaj a través del Grupo de Minsk de OSCE, se ve incapaz de condenar por el momento las acciones militares del gobierno de Ankara, pues ello podría restarles simpatías con Azerbaiyán, punto de comunicación de sus mayores oleoductos en el Cáucaso y de acceso a la rica cuenca energética del Caspio. Pero tampoco desea doblegarse a las aspiraciones expansionistas de Erdogan.
Principales oleoductos que atraviesan la región del Cáucaso. Como puede observarse, la totalidad de cada uno de ellos parte de Azerbaiyán hacia el resto de países vecinos, salvo Armenia. En el caso de Rusia, el oleoducto Bakú-Novorossyisk resulta trascendental por su potencial conexión desde el Caspio con los países de Asia Central, siendo nexo de unión entre los miembros de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y China. Mapa: Adrián Romero.
Esta actitud de tira y afloja parece quedar claro con el comunicado que el Grupo de Minsk emitió el pasado 27 de septiembre, donde las declaraciones apaciguadoras para el cese de las hostilidades no parecen reflejar una actitud condenatoria contra los actores implicados, mucho menos de advertencia a Turquía, cuya marginalidad en la participación en el conflicto resulta más que cuestionable. Con similares palabras, incluso asumiendo un papel aún más secundario, se explicó la Unión Europea; no así el gobierno armenio, quien acusa a Turquía de haber sido la principal instigadora de la ruptura del alto fuego.
Nagorno Karabaj: punto de inflexión
Aún es pronto para afirmar que Erdogan posee todas las herramientas para dar rienda suelta a su deseo de una Turquía como protagonista regional indiscutible, pero lo que está claro es que su participación en Nagorno Karabaj y la pasividad en la respuesta del resto de las potencias implicadas esclarece la impunidad a través de la cual obra la puerta entre Oriente y Occidente. De igual modo, la política agresiva turca, si bien contempla como objetivo básico erigirse como potencia y representante del mundo musulmán, carece de unas líneas maestras coherentes, lo que unido al desenfreno de sus acciones exteriores podría sobrepasar los límites hasta ahora columpiados en el orden regional del Cáucaso.
Siendo comedidos en las suposiciones, no suena descabellado asumir que los resultados del enfrentamiento en Nagorno Karabaj determinarán el futuro actor protagonista de la región, sea Rusia a través de Armenia o Turquía mediante Azerbaiyán. De igual modo, está por ver si Irán, con un interés históricamente adscrito a los azeríes, así como una creciente rivalidad contra el gobierno de Ankara, posicionará sus cartas en el conflicto. Como definió Brzezinski: «el objetivo [para Turquía] de controlar una esfera de influencia exclusivamente política es simplemente inalcanzable». Veintitrés años han pasado desde esta afirmación; menos tiempo del esperado para determinar si tenía razón.