Si algo puedo agradecerle a la cuarentena es el tiempo que me ha regalado para volver a leer. Siete libros en una semana, empezando el octavo y sopesando cuál será el noveno. Pensándolo bien, puede que haya desarrollado un hambre literario voraz de repente, pero no es ese el tema que quiero tratar.
Como iba diciendo, he estado leyendo al uso y desuso de las horas, y entre todas esas nuevas tramas que se iban desarrollando ante mi atenta lectura, un término llamó mi atención: Síndrome de Diógenes Emocional. Desde que este vocablo ha aparecido en mi vida, no descanso bien porque divago, teorizo y vuelvo a divagar sobre su significado. ¿Por qué me tiene tan absorta? Intento entenderlo.
Desde una aproximación de culturilla general, el Síndrome de Diógenes nos suena a todos por provocar que las personas se aíslen de la sociedad, acumulen basura y, desgraciadamente, se abandonen a su suerte. Pero, ¿y el Síndrome de Diógenes Emocional? ¿A qué se quiso referir la autora de mi libro y por qué solo le dedicó una línea cuando puede albergar la profundidad del cosmos?
Con mis elucubraciones durante mis momentos de ensimismamiento, creo haber llegado a una teoría. ¿Podría la autora referirse a un cúmulo de emociones que nos agobian, que son inútiles y que no nos dejan avanzar?
Estas emociones pueden ser de cualquier naturaleza: revitalizadora o destructiva. Y sea como fuere hay sentimientos o recuerdos que acumulamos y no dejamos ir. Por estructurar mi teoría, me referiré a aquellos recuerdos que nos evocan momentos agradables y placenteros como a deleites; y a aquellos que nos produzcan pesar y tormento como a lastres.
Cuando tenemos un armario desordenado, no encontramos nada y es probable que el espacio no esté ocupado de manera funcional, por lo que es imposible guardar más cosas. Sin embargo, un armario bien distribuido al más puro estilo de Marie Kondo, con esos organizadores “Billingen” de Ikea, guardará mucho mejor todas nuestras pertenencias y evitará el trauma subyacente cada vez que nos aventuramos a buscar algo. Pienso que algo similar debe ocurrir en nuestra cabeza.
Ahí arriba es donde tenemos nosotros ese armario donde guardamos los deleites y los lastres. Más a menudo de lo que creemos, tendemos a acumular los sentimientos de culpabilidad, decepción, tristeza y rabia, al punto de que creamos en nuestra cabeza un micro escenario intangible de Diógenes. A eso aventuro que se refería la autora del libro, a esa maldita peculiaridad humana de guardarse a veces lo malo para recordarlo en otro momento en el que poder regocijarse en la miseria de su ser como si de una acción masoquista se tratara.
Acaparar recuerdos es inevitable, no depende de nosotros rememorar un instante o una sensación, pero sí está en nuestra mano cómo manejamos los lastres. Esa “posesión” de sentimientos negativos que guardamos por ese miedo irracional a dejar ir algo que te pertenece (aunque sea perjudicial para ti), no nos permite desarrollar una vida plena y en paz. Siempre habrá un hueco por el que se cuelen en tu pensamiento cuando te pillen con las defensas bajas, e incluso a veces somos nosotros mismos los que les abrimos la puerta de par en par. En mi cabeza esta idea se representa como si fuéramos un escorpión que se clava su propio aguijón repetidas veces.
¿La solución? Nunca es sencilla. Conseguir la armonía es un proceso complicado al igual que lo es la mente humana. Para conseguir esa mesura de la mente tenemos que ser capaces de hacer limpieza cada cierto tiempo, conservando lo importante, colocando y distribuyendo en un lugar privilegiado todos los deleites y tirando todos los lastres que no nos dejan disfrutar de la vida en su máximo esplendor. Hay que aprender a separar el grano de la paja. Lo siento, nadie dijo que fuera fácil.