Últimamente me siento cada vez más cercada por la amenaza del virus. Las cifras aumentan a tu alrededor, el número de personas intermedias entre un caso de COVID-19 y tú es cada vez más estrecho y la sociedad no deja de recordarte constantemente que la situación no hace más que empeorar.
Te has vuelto una experta en diferenciar cuál es el equipamiento de protección individual más seguro; eres consciente en cada momento de lo que tocas, por dónde caminas, con quién has estado; y cada acción que llevas a cabo ha sido estudiada meticulosamente para no quebrantar el protocolo de seguridad individual que previamente has ido perfeccionando. Has automatizado cada uno de tus pasos y has evitado el contacto con personas a las que quieres, precisamente por eso…porque las quieres.
Sientes miedo, un miedo racional que se ha instalado ya en tu subconsciente y parece haber firmado un contrato de larga estancia contigo porque amenaza con quedarse por ahí un poco más, pero, sin embargo, también te sientes serena porque ¡venga ya!, por muy contagioso que sea el virus tú estás siguiendo el protocolo como la que más, lo que, según la teoría defiende, debería catalogarte como: individuo de barreras inmunológicas impenetrables.
Y, entonces… llega el día en que algo falla y te contagias.
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué yo? ¿Con quién he estado? ¿Me he quitado la mascarilla alguna vez? Y la pregunta inevitable, ¿qué he hecho mal?
Cuando te formulas esa última pregunta empieza a aparecer ese horrible y rastrero sentimiento que parece estar en boga estos días: la culpabilidad, la maldita culpa. Aún no has procesado la idea de que tienes el virus cuando escuchas las noticias y te das cuenta de que uno de esos 287 nuevos casos diarios diagnosticados en Córdoba eres tú y te sientes más disgustada y asustada por no saber hasta dónde has contribuido a sumar números a esa cifra y, también, avergonzada por fallarte a ti misma y a tus seres queridos. Formas parte de esas cifras que antes parecían ajenas de una manera triste y humillante.
Una vez asimilado sabes que tienes que movilizarte rápido. Buscas contactos estrechos y te preparas para pasar por una conversación telefónica que hace que la simple idea de realizarla te provoque un nudo en la garganta.
“Lo siento, lo siento mucho. Siento haberte puesto en esta situación. No quiero ni pensar en habérselo podido pegar a tu [xxxxxx] que es una persona de riesgo. Como le haya contagiado nunca me lo perdonaré. Me siento muy mal, no quería que esto pasara. Te informaré de todo lo que me digan”.
Después del mal rato te pones a investigar los pasos a seguir, tú ya me entiendes, simplemente por confirmarlos. Y entonces te das cuenta de que tan claros no los tienes. ¿Pero cómo puede ser eso? Meses y meses de adiestramiento a través de medios de comunicación, toneladas de información bombardeándote constantemente con instrucciones de procedimiento y, sin embargo, cuanto más lees, menos claras te quedan las cosas. ¿Acaso no tienes la suficiente inteligencia y desenvoltura para entender un protocolo pensado para todo el espectro ciudadano? Pues no, no está tan claro. Contradicciones, variedad de procedimientos, experiencias diferentes de personas cercanas a ti y caos e infodemia por todas partes, eso es lo que te encuentras y a lo que te tienes que enfrentar. No solo te sientes enferma, culpable, aislada y triste, sino que además te sientes inútil y te martirizas con ello.
Por otro lado, el plan que te habías trazado con antelación y sobre el que te habías autoconvencido de que no tenía ninguna fuga, se queda corto. Surgen mil y un problemas que no habías ni siquiera planeado. ¿Cómo repartimos ahora el espacio en casa? ¿Hasta dónde alcanzarán los víveres? ¿Quién va a cuidar de los abuelos? ¿Cómo sacamos al perro?... Todas estas preguntas dan vueltas por tu cabeza y necesitan de una rápida respuesta y solución.
Sin embargo, no solo te estás enfrentando a eso, sino que no se te olvida que también están esperándote para enviar un documento donde recojas todos tus contactos de los últimos días con sus datos correspondientes (más te vale tener a mano el número de la panadera con la que te paraste a hablar el día anterior un rato más de la cuenta) y que los acopies en una estilosa y cómoda tabla de Excel. Todavía tus habilidades alcanzan para rellenar una hoja de Excel, menos mal, pero no puedes evitar pensar en todas esas personas mayores a las que este modo de vida virtual excluye constantemente. ¿Cómo se sentirán ellos? No puedo dejar en este momento de rememorar las escenas de la película “Yo, Daniel Blake” con la que se hace una crítica tremenda a este sistema que da la espalda a aquellas personas que no poseen esas herramientas o conocimientos y son dejadas a su suerte o desgracia. Si le pregunto a mi abuela, te aseguro que “guasap” es eso que tienen los andaluces.
Consigues pasar lo peor: asimilación de la noticia, comunicación a seres queridos y burocracia. Y, ¿ahora qué? Ahora te esperan días sola. Días de soledad culpable. Te da miedo el qué dirán por el: “es joven, seguro que lo ha pillado de fiesta”; “no habrá seguido las normas de seguridad, qué irresponsable”; “nos ha puesto en riesgo a todos”. Juicios que con gran probabilidad no habrás recibido siquiera, pero que por alguna razón están ahí en tu cabeza porque ahora te sientes señalada con una diana a la espalda. La sociedad te ha otorgado el papel de infectado y ahora te aísla. Ese es el sentimiento de una persona infectada: una espantosa culpa inherente al papel que le toca representar por los próximos 15 días. Y yo me pregunto, ¿por qué nos sentimos culpables? Si sigues las normas y eres sumamente cuidadoso, no es razonable ni justo convivir con esa carga autoimpuesta. La respuesta no la tengo yo desgraciadamente, quizás son los medios de comunicación que relacionan constantemente infección con inconsciencia; quizás es el propio aislamiento que te hace sentir como en una cárcel y, por ende, como si hubieras hecho algo mal; o quizás es tu propia angustia queriendo salir a la luz.
Algo que es verídico, y comprobado por expertos, es que nuestra salud mental ha sufrido un revés con esta pandemia. Somos una sociedad que está más enferma y no únicamente de manera fisiológica. Tenemos mayor preocupación por nuestra salud y temor por la salud de nuestros seres queridos; nos preocupa la situación financiera y laboral que quedará cuando todo pase; muchos hemos visto afectado nuestro sueño y alimentación; las personas con trastornos de salud mental no han hecho más que ver sus problemas agravados; y un sentimiento de soledad afecta directamente a nuestras personas mayores, y lo que peor llevamos: que no sabemos por cuánto tiempo más.
Tú dirás: “bueno, pues todo esto que me cuentas no ayuda mucho a mi estado anímico”. Y tienes toda la razón. He plasmado hasta ahora un escenario gris, apagado y de pesadumbre, pero las cosas hay que decirlas, no podemos quedarnos callados y, si alguna persona se siente como he descrito más arriba, espero haber abierto una ventana dentro de esa prisión de soledad para que vea que: No estáis solos.
Quiero hacer un llamamiento, un llamamiento a la solidaridad más que nunca. De nosotros como ciudadanos depende el hacernos el camino más ameno los unos a los otros. De nada sirve culparse cuando has estado haciendo las cosas bien y menos aún culpar a los demás. Seamos altruistas, seamos generosos y busquemos el bien común. Si ves a alguien pasando un mal momento, no cuesta nada intentar aportar tu granito de arena; si ves una persona mayor que necesita que la escuchen, concédele ese deseo tan ínfimo. Tú puedes pensar que no es un gran gesto por tu parte, pero a esa persona la puedes liberar de la angustia e incertidumbre que está viviendo estos días. No permitamos que se reproduzca el escenario de “Yo, Daniel Blake”, seamos mejor que eso; observa a tu alrededor y actúa frente a las injusticias; ayuda al prójimo, pero muy importante también, déjate ayudar cuando lo necesites.
En esta lucha no estamos solos; no somos culpables; tenemos que ser capaces de superar esta traumática experiencia y seguir avanzando, tenemos que ser: RESILIENTES.