Viernes a las 12 de la noche. Cáscaras de pipas tiradas por el suelo. Mezcla de canciones sin estilo definido sonando en reproducción aleatoria. Seis amigos jugando en torno a la mesa: el tótem ya un tanto manoseado en el centro.
Lo que hoy es un acto ilegal propio de terroristas de la salud pública, en aquel momento se resumía en un par de guantazos y tres hombros semidislocados por la fuerza con la que nos pegábamos por conseguir esa tranca de madera.
La tensión (y a veces el enfado), por ver quién conseguía ganar el juego, hacía que cualquier ajeno que pasara por el salón se sentara junto a nosotros. Uno más en la reunión: otro revés a la ley.
Si hoy lo viera la policía creo que de esto conseguiría sacar mínimo 3 delitos diferentes: incumplimiento del toque de queda, falta de higiene y del uso de la mascarilla, superación del número permitido de personas… el de uso de la violencia lo podemos dejar para otra ocasión.
“Perdone señor agente, no nos hemos dado cuenta”. Ríete, pero me lo creo. Porque nuestras acciones cotidianas involuntarias se han convertido en movimientos que hay que premeditar, como si te dijeran que a partir de ahora tienes que pensar en cuándo y cómo respirar para poder seguir mandándole oxígeno a tu cuerpo o cada cuánto tiempo parpadear para que tus ojos no se queden secos.
Hace unos meses, las bofetadas que nos dábamos entre amigos ni nos las planteábamos, simplemente lo hacíamos. Estaba tan automatizado que al irnos a dormir ni nos acordábamos de que lo habíamos hecho: ahora hasta puede llegar a quitarnos el sueño.
¿Quién lo diría? Ha tenido que llegar una pandemia mundial para decirnos que hasta los guantazos entre amigos hay que saber valorarlos.