Abro el ordenador. Mientras se enciende, miro a un lado y a otro. A la derecha, echo un vistazo por vigésima vez a aquella revista que este mes trata a fondo la obra de Van Eyck y que estoy deseando leer. Miro la pantalla: ya se ha encendido. Me conecto a la clase virtual. Espero. Vuelvo a mirar la revista. El profesor habla. Me pongo los auriculares. Y, sin esperarlo, mi maestro se aventura a tranquilizarnos diciendo: “no os preocupéis, las presentaciones que hagáis no tienen que ser estéticas”. Tan solo me entran ganas de llorar. Pero son unas lágrimas que ya conocemos, que vienen de una situación demasiado frecuente: la nula importancia del factor estético en el mundo académico.
No quiero sonar exagerado, pero la banalización de la estética en nuestra vida es algo muy serio. Filósofos de todas las escuelas y épocas históricas han reflexionado sobre esto: Platón le otorgaba a la estética, junto a la bondad, el más alto escalón en la jerarquía de los valores; Huizinga hablaba de la belleza medieval como nexo entre lo terrenal y lo divino; Hegel decía que la estética es un reflejo del espíritu… Y mi profesor, en cambio, afirma alegremente que es algo secundario.
Un buen trabajo no es verdaderamente bueno si no está acompañado de una buena forma. Un fondo sin forma es como un puñetazo al viento: no causa ningún efecto en una sociedad donde la “primera vista” dicta el comportamiento de las personas. En consecuencia, se debería exigir en el ámbito académico una mayor implicación en la presentación y la estética formal.
Pero hasta que llegue ese momento, continuaremos en la sociedad del “Times New Roman al 12”, de los trabajos aburridos a la vista, de las almas inexpresivas que nunca dejan huella en el mundo.
Ilustración Javier María González-Jurado